lunes

Gehena

El límite entre el sueño y la realidad se ha tornado difuso. Aunque, mi inclino a pensar que aún sueño. Verán: recuerdo muy bien que era ya entrada la noche; que cerré todas las ventanas y arropé a Nicole y Denise y que me sonrieron.
Me había propuesto leer el viejo libro junto al hogar, aprovechando que Anna había salido. Recuerdo que me senté en el sillón y me puse las gafas. También recuerdo que la cubierta de aquel libro, al tacto, se notaba extraña, conocida.
Supongo que me dormí pensando en ello y soñé la aventura más aterradora de mi vida. En ella, la cubierta del libro comenzaba a latir. Cuando lo miré, descubrí que estaba forrado en piel, ahora temo que de mi misma especie. Me parecía casi sacrílego, herético, desear abrirlo. Ese libro, supongo que el mismo que ahora descansa a mi lado sobre una de sus avejentadas cubiertas negras, tenía un broche de cierre, dorado, el cual mantenía juntas las tapas. No sé por qué la idea vino a mi mente, pero mordí mi pulgar y dejé que las pequeñas gotas cayeran sobre el sello. Mágicamente, el libro se abrió. Mi memoria distingue haber leído sobre extraños pueblos, sobre ritos en altares negros e idólatras paganos de cultos a estrellas y a dioses inescrupulosos. Mi voz, en cambio, recuerda haber mencionado palabras sin sentido. Debe haber sido algo que recité, porque, de repente, todo cambió.
Me encontré parado en la arena, delante de una ciudad, blanca, enorme, inimaginable. El viejo a mi lado me miraba (había en él cierta vaguedad, cierta malicia). Debió notar mi estupor – Esta es Gehena – me dijo – Ya no hay regreso. No tuve tiempo a contestar.
Detrás de nosotros, una multitud nos alcanzó. Al son de flautas y trompetas, llevaban dos niños en andas, y entonaban una triste letanía (Moloc at arem, nost Baal et arim, Tabnit, ¡alos gret Moloc!) Subieron la pirámide principal y - tras bajar a los inocentes- hicieron silencio.
A un costado del altar, una figura apareció vestida de blanco. Elevó sus manos al cielo y habló en un lenguaje incomprensible, del cual ahora no tengo recuerdos. La multitud se sacudió. Supongo que fue en ese momento cuando noté los leños. No pude controlarme, lo acepto. Un escalofrío recorrió mi cuerpo y, sin dejar de gritar, subí los peldaños que me separaban del rito, en una carrera desenfrenada. Pero fue en vano. A metros de llegar, mis piernas se negaron a seguir... y me derrumbé.
Arriba, los niños fueron atados (¡alos gret Moloc!) y, en el paroxismo de la multitud, los leños fueron prendidos. Vencido, sólo miraba, mientras la muchedumbre, cual homogéneo y morboso ser, comenzaba con su ritual de mutilación.
Asqueado, puse mi atención en las piaras: el fuego ya había consumido gran parte de sus víctimas. Al mirarlas, comprobé que en donde debería haber un grito de dolor, había una sonrisa. Entonces, lloré. Y entendí.
Me sorprendí gritando en un lenguaje sin tiempo, sin memoria: ¡Baal, necom nors trem! Luego, miles de tiempos y formas giraron. Caía. Luché contra todos, y vencí.
Al despertar de mi odisea, me descubrí recostado en el último peldaño de la escalera, parpadeando ante la luz del fuego en el hogar. ¡He regresado!
Aunque, presiento que algo no anda bien. Tal vez sea la sangre en mis manos. No lo sé.
La andanada de imágenes se agolpa en mi mente. Anna en el piso, un cuchillo y mis niñas....
La realidad, si es en ella donde estoy, no puede ser tan terrible, no debe ser tan terrible.
Las he llamado un par de veces. Nadie me ha contestado.
Las sirenas ya rompen la noche.
Me tomaré un momento y releeré algún párrafo. Debo pensar.
Sobre el piso, el cuchillo ha empezado a brillar.